En una de mis salidas a la montaña iba decidido a fotografíar al macho de la cabra montesa. Subí hasta una zona, en principio, querenciosa para el macho, pero allí solo estaban las hembras. Menos es nada. Su visión nada tiene que ver con la de los machos, pero siempre me gusta.
Aquel día sucedió algo inesperado que hizo que disfrutara de primera mano del comportamiento animal.
Ahí veo a las cabras:
Doy una vuelta para no ser visto y sorprenderlas por detrás. Me lleva más de media hora. Pero consigo mi propósito:
Estaba muy próximo a ellas, agazapado tras lo matorrales. Disfrutando como un chiquillo. Me ven.
Y es que era inevitable, el disparador de la cámara y su «claca» no podía pasar desapercibido para su fino oído. Se van.
Se alejan, sigo sentado. No supongo ninguna amenaza para ellas, me tienen localizado, y están lejanas. A unos 150 metros. Pero sucede algo que da la vuelta a la situación. Pasa un helicóptero.
Vaya dilema que tienen. Me escondo del animal ese que vuela por encima de nuestras cabezas que hace tanto ruido o me alejo de aquello que está allí sin moverse y que de vez en cuando hace «claca».
Está claro que me ven como menos amenazante. Vuelven.
Se situaron de nuevo a escasos 6 metros míos refugiadas de aquel «animal volante» tan ruidoso. Tuve una segunda oportunidad para observarlas con su permiso.
Si os fijáis, aunque el grupo sea numeroso, al igual que los rebecos, siempre forman tríos compuestos por la madre, el cabrito de este año y el cabrito del año anterior. Éste último estará con los dos primeros hasta el alumbramiento del tercero, y así sucesivamente. Con los machos solo se juntan en la época de celo.
Aquel día eran 12, pero la fotografía cuarta muestra 9. La historia de las otras tres ya os la contaré otro día porque fue de más carambola que lo del helicóptero y merece un capítulo aparte.
Bueno, pues por hoy esto es todo. Espero os haya gustado.